viernes, 28 de mayo de 2010

ascensor

El día prometía un trajín de película. Después de estudiar el cielo aún oscuro, un modo muy suyo de pronosticar el tiempo, juntó los papeles para las reuniones, agarró el teléfono celular, la agenda donde prolijamente llevaba todos sus compromisos, la fascinante historia de aventuras que estaba leyendo con el Conde de Montecristo como protagonista, tomó un último sorbo de café, dejando un tercio de la taza llena, acarició al gato una vez más y salió del departamento, chequeando, sólo con un golpecito desde afuera del bolsillo, que en el saco estuvieran las llaves. Cerró la puerta y llamó al ascensor, que no demoró en llegar a buscarlo al séptimo piso. Llegaba a la planta baja cuando pensó en las llaves del auto. Estaba seguro de haberlas visto, por última vez, en la repisa del televisor. Resoplando, porque el tiempo no le sobraba, apretó el botón al séptimo cuando el ascensor se detuvo en la planta baja. Mientras recorría el trayecto de regreso, metió la mano en el bolsillo del pantalón: ahí estaban las llaves del auto. Sonrió. Si bien había perdido tiempo con el equívoco, al menos no tenía que entrar a la casa y demorarse más todavía. Esperó a que el ascensor se detuviera en el piso para apretar la planta baja. Mientras bajaba repasó los temas de las reuniones, recordando para cada una de ellas el argumento sobre el que tenía que tratar de llevar las conversaciones. Se dio ánimo. Llegando al primer piso recordó que la dirección de uno de los lugares adonde debía ir estaba anotada en un papelito sobre el aparador. Empezaba a ponerse nervioso. No podía llegar tarde, pero tampoco podía salir sin todo lo necesario. En cuanto el ascensor detuvo la marcha apretó el botón del séptimo piso y se puso a revisar con impaciencia los papeles que había agarrado antes de salir. En uno de los memos estaba la dirección. Detuvo el ascensor, que se encontraba en el quinto piso, y presionó la planta baja. Con velocidad, trató de repasar todo lo que necesitaría en la jornada. Mentalmente fue verificando uno a uno los documentos impresos, las direcciones y los mails de todos los que asistirían a las reuniones. Tenía todo. Cuando reunió las llaves de todos los bolsillos notó que faltaban las de la oficina. Desde la planta baja pudo ver que el día ya empezaba a clarear.


Ludmila había puesto el despertador más temprano de lo habitual porque quería desayunar como, dicen, es recomendable. El día la iba a tener fuera de casa al mediodía, lo que auguraba un almuerzo tirando a paupérrimo. Si a eso le sumaba un desayuno apurado o inexistente, se las iba a ver negras con las energías que iba a requerir su cursada hasta tarde. Se despertó cuando el despertador todavía no había sonado, con la habitación en absoluta penumbra. Ignorando si era aún la madrugada o si era ya el día, trató de volver a dormir porque, de lo contrario, ya se quedaría levantada con todos sus miedos nocturnos. Al girar en las sábanas notó el ascensor. Con sorpresa entendió que, de hecho, fue lo que la despertó. Raro; después de todo hace años que vive aquí y al batifondo del ascensor es a lo primero que se acostumbró. Lo escuchó frenar. Y arrancar nuevamente, sin apertura de puertas mediante. Lo escuchó frenar. Y arrancar otra vez de inmediato. Se puso alerta. Seguramente era la madrugada, pues en la mañana la gente entra y sale de los ascensores como es debido. El ascensor se detuvo una vez más y, sin más sonidos que el de su propio mecanismo, reanudó la marcha. La situación era tan obvia que, con el impulso de la adrenalina, se levantó a hacer café mientras marcaba el teléfono de la policía para informar de un secuestro.

Safe Creative #1005276423804

lunes, 1 de marzo de 2010

introvisación

Tres tristes tigres cantaban
tres tremendas melodías.

¡Cuánta tragedia!
¡Cuánta tramoya!
¡Cuánta trampa!

Troco countries por triunviratos.
Troco trufas por tranvías.
Troco treinta catraminas
por cincuenta anonimatos

(Improvisado por el año 1995 con el pretexto de escribir con una máquina de escribir antiquísima)

Safe Creative #1003015660220

lunes, 28 de septiembre de 2009

ruido en la noche

Se habían conocido una semana antes en una esquina, cada uno esperando a una persona diferente que no llegó. Prefirieron suponer que cada uno era la cita del otro y decidieron entrar juntos a la pizzería. La charla fue espontánea, agradable y duradera. Encontraron que disfrutaban del mismo humor y de una misma estética. Se pasaron los teléfonos y los mails y siguieron en contacto, de alguna forma u otra, durante toda la semana. Cuando se aproximaba el sábado resolvieron encontrarse en un bar y ver juntos un partido de futbol. Una vez más, la conversación fue fluída, divertida, hilarante. La siguieron en casa de uno de ellos, que se encontraba a pocos minutos de marcha. Allí se agarraron una borrachera espantosa. Y eran conscientes de que al otro día no recordarían nada de lo que hicieran. Siguieron tomando toda clase de bebidas que encontraron a su paso y riendo como adolescentes en sus primeras experiencias con el alcohol y la noche. Ya de madrugada, en un arranque netamente infantil, decidieron trepar a la biblioteca desde los laterales en una competencia de agilidad. El mueble se tambaleó con los primeros estantes escalados y se vino abajo con un estruendo fenomenal cuando hicieron cumbre. Ellos no paraban de reír, golpeados y sepultados de libros.

Ludmila se acostó temprano. Al otro día la esperaba un extenso día y la ilusión de una cena espontánea con su compañero de curso después de una prometedora clase de economía aplicada. Tanta expectativa redundó en una demora en conciliar el sueño. Después de una hora de girar sobre la cama y maldecir su ansiedad, consiguió dormirse. Se despertó por el sonido ensordecedor de algo que, sin duda, cayó. No podía precisar si había sucedido en el piso de arriba o en el patio de abajo. Desde la mesa de luz el reloj le contó que eran ya las cinco de la mañana. Se sentó al borde de la cama con la intención de levantar la persiana para ver si podía detectar la proveniencia del ruido. Una ráfaga de comidilla de vecinas se le asomó a la razón, recordándole casos de asaltantes que provocaban ruidos nocturnos para sorprender a curiosos y meterse en sus casas. El resto de la noche lo pasó enumerando brutales noticias policiales y sudando de miedo.

Safe Creative #0909284603528

viernes, 25 de septiembre de 2009

embotellamiento

Marcos estaba realmente apurado. Media horas antes había recibido la llamada de su mujer confirmándole que el trabajo de parto había comenzado. Afortunadamente había salido en auto esa mañana y podía regresar a casa sin depender de los paupérrimos medios de transporte de su ciudad. Pese a esa ventaja, en el trabajo lo retuvieron más de quince minutos entre abrazos, felicitaciones y sinceras lágrimas de felicidad. Llevaba años trabajando en la empresa, en un sector donde quince empleados formaban la planta estable desde hacía lustros. Se tenían real afecto, se consideraban amigos y solían visitarse en familia durante los fines de semana. La búsqueda del segundo hijo, en el matrimonio de Marcos, se había complicado bastante, y la llegada del nuevo niño tenía a todos emocionados. Consiguió desprenderse del último compañero y emprendió el camino de regreso. Una vez al volante, entre el apuro y la excitación por el nuevo nacimiento, aceleraba el auto más de lo debido. Estaba impaciente porque no sabía cuánto podría haber impacientado a su mujer la demora, ni si llegaría a tiempo para auxiliarla llevándola a la clínica, donde tenían reservada una habitación. Comenzó a sonar en el asiento del acompañante una melodía romántica: era su mujer llamando al celular. Con nerviosismo se puso a hurgar en el saco en busca de su teléfono. La suma de tantas distracciones hizo que realizara una pésima maniobra llevando a que el auto que venía detrás quedara ensartado en un colectivo de media distancia. Marcos ni lo notó, ocupado como estaba hablando por teléfono, y siguió su camino.

Ludmila tenía ese día una clase de economía aplicada en la universidad donde estudiaba. Como cada vez que tocaba esa clase, tenía un gran interés por llegar a horario pues le entusiasmaban fervientemente el tema y su compañero de estudios. Hoy se demoró más de lo usual en elegir la ropa porque el cielo dudaba entre descomponerse del todo o recomponerse con sol violento. Cuando estuvo lista salió a la calle y tomó el primer taxi que encontró. Faltando diez minutos para llegar a la facultad encontró el tránsito frenado con una fila de dos cuadras iniciada en una bocacalle atravesada por un micro. De manera tan espontánea como incomprensible se le vinieron a la mente las noticias que leyera de adolescente sobre los carteles de narcotráfico colombianos que generaban congestionamientos de tránsito para secuestrar personas. Comenzó a sudar de miedo.

Safe Creative #0909254587766

lunes, 31 de agosto de 2009

Afuera

Amaneció gris, como siempre amanecía en la aldea. Los ojos de Lothar reflejaban los primeros destellos de ese sol que ya nadie recordaba. Se encontraba arrodillado frente a su choza, puliendo su espada. Miraba hacia el horizonte, hacia el país de las brumas. La aldea despertaba, el olor a carne asada, las primeras voces del alba, los gritos de los niños. Y la rutina seguía, y escapaba a Lothar; le temía. Era el último amanecer que Lothar vería desde su hogar. Tal vez ya no hogar, tal vez ya recuerdo, pasado.
Lothar pensó en su pueblo, en todo lo que dejaba atrás. Sus amigos, Dartian el guerrero, Frag el herrero, Durbis el bardo. Y el pueblo, el reconocimiento que recibía. Su rol de gran guerrero quedaría sepultado junto con sus olvidadas aventuras.
El amanecer traía al último día. El destierro era el único culpable. Nadie recordaba el porqué de las reglas, pero todos las cumplían. Menos Lothar.
Todos parecían ignorarlo. Tan solo sus amigos se habían acercado. Dartian, Frag, Durbis, Exez el historiador, Mosquin el sabio y el inmenso guerrero Panther. Los demás evitaban su mirada. Lothar los perdonaba. Y disfrutaba sus últimos momentos con quienes sabía seguirían sus pasos en el futuro.
La aldea estaba dominada por el pánico, por la rutina, por la vejez, por lo gris de los amaneceres. Sus habitantes se sentían reflejados en el honor de Lothar; y al mismo tiempo rechazados.
-Oh Lothar, dinos si hemos de seguirte hoy –proclamó Frag el desaliñado herrero.
Pero Lothar sabía que aún no había llegado su hora, ni la de los demás. Era él quién debía partir, solo, hacia la bruma del más allá.
Sin decir nada, enfundó su espada y ajustó su capa de piel de lobo. La última sonrisa fue para sus amigos, su verdadera aldea, su gente. Caminó sin volver su mirada, a través de la calle principal hacia el arco que delimitaba su viejo hogar. Ni los perros ladraron cuando Lothar abandonó por última vez su aldea natal, con su espada cruzada por la espalda, sus botas de cuero de chivo, sus pieles, su saco de viajero.
La bruma del afuera lo envolvió. El miedo del porvenir lo envolvió. El viento del futuro enfrió sus últimas esperanzas. Nadie jamás había superado al guardián de las puertas del más allá. Nadie siquiera que lo hubiese visto había logrado vivir lo suficiente para describirlo. Las puertas de las brumas permanecían selladas desde los primeros tiempos de la aldea. Nadie llegaba hasta ellas, todos soñaban en cruzarlas.
Lothar era un gran guerrero, pero conocía sus límites. Su espada brillaba afilada como siempre. Aún más. Su brazo se balanceaba seguro como siempre. Aún más. Sus ojos reflejaban su destino. Y aún más.
Su destino bajo el poder del guardián de las puertas.
Las brumas ocultaron su pueblo. Lothar volvió su mirada tan solo una vez. Y en su recuerdo aún pudo ver. Avanzó un poco más. Un poco más. Las descomunales y plateadas puertas, las infranqueables puertas.
Lothar desenvainó su espada, sus manos frías pero aún firmes. Siguió avanzando. Las puertas parecían alejarse. Siguió.
Siguió.
Su espada tanteó la superficie de las ya no tan grandes puertas. Tenían su altura, un poco más. No parecían fáciles de abrir. Lothar miró a su alrededor. No había señales del guardián. Aunque algunas leyendas pintaban al guardián del otro lado de las puertas.
Lothar gritó y cargó con su espada y sus músculos sobre las plateadas puertas. Resonaron huecas, se abollaron, pero no se abrieron. Lothar retrocedió y escuchó.
-¡Ya va! –gritó una voz desde el otro lado. El guardián.
Las puertas se abrieron. El guardián. Lothar sintió un escalofrío.
-¿Va a subir o no? –preguntó el guardián.
Lothar bajó su espada. Miró al pequeño hombrecito que aparecía sentado en el interior de un pequeño cubículo antes oculto por las puertas.
-S-sí, sí –respondió Lothar. Y subió.
-¿Piso?
-Planta, por favor –respondió.
El cubículo pareció moverse hacia la tierra de los dioses.
-¡Planta! –bramó el guardián.
-Gracias –balbuceó Lothar. Bajó.
Lothar se acercó a un mostrador que lo distanciaba de una mujer con aspecto de guerrera.
-Mi nombre es Leonardo Caputo, es mi último día aquí. Le devuelvo mi pase de seguridad.
La guerrera lo miró con aburrimiento y aceptó su tarjeta. Algo dijo cuando Lothar ya se encaminaba hacia la salida.
La tarde estaba soleada pero fría. Buenos Aires sobrevivía en los últimos días del invierno. Lothar se acercó al cordón de la vereda. Se sintió fuera. Afuera.
-¡Taxi! –llamó.


1ro de septiembre de 2000


Safe Creative #0908314338584

viernes, 10 de julio de 2009

¿Cómo entender que nadie será castigado por su muerte?

-Hágame el favor de sentarse y contarme todo desde el principio.
-...
-Relájese, por favor. Aquí tiene un vaso de agua. Tómela con serenidad y después cuénteme qué pasó.



-No sé qué fue lo que pasó. ¡Pero lo bajaron! ¡¡Lo bajaron!! Entre que me fui y volví no deben de haber pasado dos horas. Cuando regresé ya estaba muerto, desparramado por el campo. El campo de mi familia, donde lo vieron nacer, donde le dieron un lugar para crecer. No sé qué hacer... estaba a mi cuidado desde la muerte de mi padre, hace ya varios años. No sé cómo decírselo a mis hijos y a mis nietos, que lo aman tanto como yo, y como lo amó mi padre y como lo amó mi abuelo. ¿Cómo dejé que pasara esto? Llegó a la familia con motivo de mi nacimiento, de la mano de mi abuelo paterno, el primer dueño de este gran campo. Fueron muchísimos años de vida en común y estos cretinos en menos de dos horas acabaron con él. Sabían de su existencia y del amor que le tengo.... bueno... le tenía. Llegaron nerviosos y, aunque no los conocía, preferí no discutir delante de mis nietos ni de nadie que pudiera oír porque temía que termináramos envueltos todos en una situación violenta. Fue así que fuimos hasta su morada, que es en el límite de nuestro campo, pues hace muchos años que la familia decidió, por unanimidad, que creciera y viviera allí. Su presencia nos marcaba el fin del terreno y nos hacía sentir que incluso allí lejos alguien velaba por nuestras tierras. Todos los días montábamos a caballo y lo íbamos a visitar. Primero iba con mi abuelo o con mi padre. Hoy mismo llevé a mis nietos. Si habrá sido testigo de charlas y confesiones familiares... Se imaginará que a esta altura ya era uno de nosotros. Bajo su amparo lamenté pérdidas y festejé nacimientos; fue un amigo cuando necesité consuelo y aislamiento; fue un compañero para jugar con mis hijos; fue una hermosa excusa para acompañarme de mis nietos; fue quien me ayudó a sobrellevar las horas de siesta en veranos tórridos, y hasta fue un amigo irreemplazable para los pájaros y animales salvajes. Hasta hoy, que llegaron estos hombres exigiéndome gallos de riña. Pero nosotros no tenemos gallos de riña; criamos gallinas. Con las vacas fracasamos en la época del pulgón morado -se me hace que usted tiene edad para saber de cuándo le hablo, señor oficial-. Desde entonces variamos en la cría de animales hasta que nos establecimos con las gallinas ponedoras y algo de venta de pollos, suficiente como para alimentar a mi familia. Pero no hubo modo de hacerles entender que jamás entrenamos gallos para pelear. Ni siquiera hemos sido partícipes de esos juegos pueblerinos y sádicos. Pero se ve que no me creyeron porque siguieron repitiendo una y otra vez lo mismo: que les entregara dos gallos de riña o lo matarían. Después de mucho discutir opté por ganar tiempo diciendo que conocía gente que los criaba y entrenaba y que les conseguiría dos o tres. Los dejé ahí, al fondo de nuestra propiedad, donde vive él, ¡qué gran descuido!, y, a lomo de mi caballo, salí a la carrera como mi viejo amigo nunca corrió. Fui al pueblo y comenté la situación con varios amigos. Me propusieron una solución y, con esas nuevas ideas, decidí desandar el camino, ya con un poco más de serenidad. A ritmo de galope fui madurando, moldeando y mejorando la idea de los compadres. Pero para cuando llegué de regreso ellos ya no estaban y él estaba deshecho y, le juro oficial, no lo quise creer. Me resistí a saber que estaba muerto. Busqué restos de vida en cada uno de sus trozos, pero ya no había nada que se pudiera hacer.
'Sé que no apresará a esos hombres por lo que hicieron. Y que tampoco habrá ley que los castigue. Sé que nadie me lo devolverá con vida y con todo su esplendor. Tendré que aprender a vivir lo que me resta de vida sin su presencia. Con sus restos haga lo que le parezca, oficial. A mí no me da el alma para recogerlos. De su leña no seré capaz de prender un fuego. Tal vez sea su destino acabar dándole a alguien un poco de calor en este gélido invierno tardío.

Safe Creative #0907104113318

lunes, 15 de junio de 2009

¿Qué día somos?

La nueva disposición dejó atónitos a todos los habitantes. ¿Cómo que cambia el orden de la semana? ¿¡Cómo que no habrá más orden!? La idea sonaba descabellada, pero crecía en todos la sensación de que se enfrentaban a algo divertidamente innovador, tal vez hasta revolucionario. A partir del siguiente semestre se sortearían, el primer día del mes, el orden de los días de las semanas del mes siguiente. Sería en un acto público, como esos de la Lotería, y, obviamente, todos deberían regirse con ese resultado.

La intendencia repartió calendarios en cuyos casilleros sólo figuraba el número del día, y marcadores de dos colores para que registraran diferenciados los días laborables de los de descanso. Cuando se llevara a cabo el sorteo, los habitantes deberían señalar con los colores si el día era o no laborable y anotar el nombre exacto del día de la semana que le había tocado. De ese modo todos estarían en condiciones de organizar sus tiempos y reuniones por los siguientes dos meses, y, por supuesto, de estar sincronizados con el resto de sus vecinos.

Costó mucho al inicio. La gente no se acostumbraba a empezar la semana un viernes, cortarla con un domingo, continuarla con un miércoles y finalizarla con un lunes. Y que, para colmo, la semana siguiente comenzara con un sábado, siguiera con un martes y finalizara, pasados cinco días, con un jueves. Como olvidaban anotar el resultado del sorteo mensual, faltaban al trabajo sin aviso, llevaban a los hijos a clase encontrando el colegio cerrado y reclamaban entradas de cine a mitad de precio un viernes por la noche. Así y todo, no podían negar que todo este cambio de rutina los había relajado, por divertido y por desestructurado. Les preocupaba un poco no poder organizar las reuniones sociales con mayor antelación, pero confiaban en que sería un problema superable. Sin embargo, con los familiares fuera de la ciudad la situación se complicaba: allí los días de la semana podían aún mencionarse como la franja "de lunes a domingo" sin que hubiera ambigüedad de orden, y no podían asistir a una fiesta de matrimonio en la tarde de un día que para ellos resultaba lunes.

Cuenta una señora: lloraba todas las noches. Ese sorteo infernal hacía que mi vida fuera un descontrol. Cada día, al irme a dormir, revisaba diez veces el calendario para saber qué tocaba al día siguiente. Los chicos faltaron a clase muchos días durante los primeros meses de este mamarracho. Y en mi trabajo me miraban con mala cara cuando volvía a aparecer con cara de sábado a media mañana y la almohada en la nariz. ¡Si sólo me faltaban las pantuflas! Ahora estoy un poco más ordenada, pero a este intendente no lo vuelvo a votar.

Cuenta un jovenzuelo: era clavado que el primer mes iba a ser un re bardo, ¿viste?, 'tonces con los pibes del barrio decidimos salir de joda todos los días, ¿viste?, total después la careteábamos diciendo que nos habíamos equivocado, qué sé yo... siempre metíamos una excusa diferente y el capanga te creía, ¿viste?. Bah, qué sé yo... otra no le quedaba, ¿viste? Cuando ya eran los últimos días del mes, ¿viste?, ya no nos creía nadie y se nos acabó la joda, ¿mentendés? Pero el primer mes lo re chamuyamos a pura birra.

Cuenta una estudiante: tipo que ahora se nos re complica con la facu. Onda que cuando te anotás para lunes y jueves en una materia, ya no significa que tengas tres días en el medio. Es más: a veces nos toca hacer una práctica de un teórico que no tuvimos todavía en la semana. Por eso los profes están cambiando la dinámica de las clases para que no nos quede todo desorganizado. Re pilas, igual, eh. Para mí, en la facu todos ponen la mejor para que este cambio sea incluso favorable para todos.

Cuenta una jubilada: ¡esto es un despropósito! ¿Dónde se ha visto una cosa semejante? Claro que estoy disgustada. Mire, señor. Hace años que mis nietos me visitan tres veces a la semana con una rigurosidad implacable. Ahora resulta que a veces los días nos tocan muy juntos y vienen un día atrás del otro. Las charlas se ponen aburridas y monótonas porque no pasó suficiente tiempo como para que nos podamos contar algo nuevo, y a mí me dan ganas de pedirles que se vayan. Para colmo, después me quedan todos los días sin visitas uno al lado del otro, y me aburro y me siento sola. Y no podemos cambiar los días de visita porque ellos ya son mayorcitos y tienen sus compromisos, ¿me entiende?, sus trabajos, sus amistades y... bueno... supongo que alguna noviecita, también. Pero los picarones no se animan a contarme, aunque yo les pregunte y pregunte.

Cuenta el intendente: Era un nuevo lunes de mañana. Un nuevo comienzo de semana en mi tranquila oficina. Tan tranquila que para mí es casi un refugio. A los matinales saludos de 'buen día' y del formal '¿qué tal?' que doy a cada uno de los empleados cuando entro, siguió la avalancha de las clásicas, repetidas, reiteradas y desanimadas respuestas de lunes. Todos los lunes ese fastidio por el fin del fin de semana y el comienzo de una de las tantas rutinas que orquestamos en nuestra vida. ¿Le tocó a usted vivir los saludos como una más de las rutinas semanales? ¿No le pasó saber qué iba a contestar Fulano el lunes, Mengano el martes y Felimonio el viernes? Pero ese día me cansé. Al entrar a mi despacho dije ¡Basta!, no voy a soportar más saludos lastimosos los lunes, ni de absurda algarabía los viernes. Basta de estados de ánimo determinados por el día de la semana. Entonces saqué, del cajón superior del escritorio, el anotador y mi pluma favorita, la que uso para escribir cartas personales, la que uso para firmar los despachos, la que uso para escribir los encargos más importantes de la gestión. Le decía, tomé el anotador y la lapicera, y me puse a escribir. Escribí toda la tarde borradores y borradores hasta llegar a un decreto definitivo para que se publicara al día siguiente. Lo demás, es historia conocida, o que puede conocer revisando los diarios.

Desde esa primera puesta en marcha, el plan sufrió algunas modificaciones. Una de ellas fue sortear el sábado y domingo como bloque, no sin antes haber convocado a una consulta popular. El resultado fue parejo; siempre están los que quieren los dos días de corrido y también los que prefieren cortar dos veces la semana. De todas formas, considerando que hay gente que trabaja también los sábados y que en temas religiosos el sábado y el domingo son distinguibles entre sí, se decidió que se sorteara también el orden entre ellos dos. De esta forma, la mayoría de la gente tendría asegurados los dos días consecutivos y, con cierta probabilidad, podrían pasar a cuatro si quedaban juntos en dos semanas consecutivas.

Me pregunta sobre la relación con los pueblos vecinos. Pues, la verdad, es que la relación es buena, pero mínima. Entre las ventajas que obtuvimos fue que los chicos dejaron de cruzarse entre pueblos para ir a bailar los fines de semana. Disminuyó la cantidad de accidentes en las rutas interplueblerinas y fomentamos un poco más los negocios locales, que estaban en caída desde que abrieron unas discotecas impresionantes y un inmenso centro comercial a diez kilómetros de aquí. Algunos siguen yendo, claro está, pero sólo los que no tienen compromisos laborales ni obligaciones en días de semana. Las desventajas, en principio, las estamos teniendo con la Justicia de los pueblos vecinos, con todo este asunto de los tiempos legales con sus días corridos. Pero muchos matemáticos salieron a defender nuestra propuesta hablando de las probabilidades de que algún asunto importante se viera perjudicado por este desfasaje de días de descanso. Los números eran tan bajos que conseguimos convencer a jueces y abogados para que, cuando alguno de éstos se presentara, nos aceptaran prórrogas mínimas. Todo marcha, como usted ve.

¿Que si se terminaron los saludos rutinarios? Más o menos. Lo habíamos conseguido del todo con el fin de semana desparramado. Pero desde que lo juntamos, otra vez volvieron a aparecer. Incluso se incentivaron más porque cuando dos fines de semana quedan pegados, los bufidos se prolongan porque nadie quiere volver. Así y todo, estoy muy contento con esta disposición, y la gente se siente en un tiempo tan original, que no quieren volverla atrás.

Vea, de todo, lo más destacable es que generamos nuevos empleos. No sólo por los que sortean y los que asisten telefónicamente para informar en qué día estamos, sino que ahora se nos vino un aluvión de sociólogos, psicólogos y asistentes sociales con sus eternas investigaciones, con todo lo que implica para el pueblo ahora darles alojamiento y alimento. Y le estamos dando de comer a muchos, muchos periodistas, no sé si me hago entender.


Click aquí para bajar el cuento en pdf.
Safe Creative #0906154028306