lunes, 15 de junio de 2009

¿Qué día somos?

La nueva disposición dejó atónitos a todos los habitantes. ¿Cómo que cambia el orden de la semana? ¿¡Cómo que no habrá más orden!? La idea sonaba descabellada, pero crecía en todos la sensación de que se enfrentaban a algo divertidamente innovador, tal vez hasta revolucionario. A partir del siguiente semestre se sortearían, el primer día del mes, el orden de los días de las semanas del mes siguiente. Sería en un acto público, como esos de la Lotería, y, obviamente, todos deberían regirse con ese resultado.

La intendencia repartió calendarios en cuyos casilleros sólo figuraba el número del día, y marcadores de dos colores para que registraran diferenciados los días laborables de los de descanso. Cuando se llevara a cabo el sorteo, los habitantes deberían señalar con los colores si el día era o no laborable y anotar el nombre exacto del día de la semana que le había tocado. De ese modo todos estarían en condiciones de organizar sus tiempos y reuniones por los siguientes dos meses, y, por supuesto, de estar sincronizados con el resto de sus vecinos.

Costó mucho al inicio. La gente no se acostumbraba a empezar la semana un viernes, cortarla con un domingo, continuarla con un miércoles y finalizarla con un lunes. Y que, para colmo, la semana siguiente comenzara con un sábado, siguiera con un martes y finalizara, pasados cinco días, con un jueves. Como olvidaban anotar el resultado del sorteo mensual, faltaban al trabajo sin aviso, llevaban a los hijos a clase encontrando el colegio cerrado y reclamaban entradas de cine a mitad de precio un viernes por la noche. Así y todo, no podían negar que todo este cambio de rutina los había relajado, por divertido y por desestructurado. Les preocupaba un poco no poder organizar las reuniones sociales con mayor antelación, pero confiaban en que sería un problema superable. Sin embargo, con los familiares fuera de la ciudad la situación se complicaba: allí los días de la semana podían aún mencionarse como la franja "de lunes a domingo" sin que hubiera ambigüedad de orden, y no podían asistir a una fiesta de matrimonio en la tarde de un día que para ellos resultaba lunes.

Cuenta una señora: lloraba todas las noches. Ese sorteo infernal hacía que mi vida fuera un descontrol. Cada día, al irme a dormir, revisaba diez veces el calendario para saber qué tocaba al día siguiente. Los chicos faltaron a clase muchos días durante los primeros meses de este mamarracho. Y en mi trabajo me miraban con mala cara cuando volvía a aparecer con cara de sábado a media mañana y la almohada en la nariz. ¡Si sólo me faltaban las pantuflas! Ahora estoy un poco más ordenada, pero a este intendente no lo vuelvo a votar.

Cuenta un jovenzuelo: era clavado que el primer mes iba a ser un re bardo, ¿viste?, 'tonces con los pibes del barrio decidimos salir de joda todos los días, ¿viste?, total después la careteábamos diciendo que nos habíamos equivocado, qué sé yo... siempre metíamos una excusa diferente y el capanga te creía, ¿viste?. Bah, qué sé yo... otra no le quedaba, ¿viste? Cuando ya eran los últimos días del mes, ¿viste?, ya no nos creía nadie y se nos acabó la joda, ¿mentendés? Pero el primer mes lo re chamuyamos a pura birra.

Cuenta una estudiante: tipo que ahora se nos re complica con la facu. Onda que cuando te anotás para lunes y jueves en una materia, ya no significa que tengas tres días en el medio. Es más: a veces nos toca hacer una práctica de un teórico que no tuvimos todavía en la semana. Por eso los profes están cambiando la dinámica de las clases para que no nos quede todo desorganizado. Re pilas, igual, eh. Para mí, en la facu todos ponen la mejor para que este cambio sea incluso favorable para todos.

Cuenta una jubilada: ¡esto es un despropósito! ¿Dónde se ha visto una cosa semejante? Claro que estoy disgustada. Mire, señor. Hace años que mis nietos me visitan tres veces a la semana con una rigurosidad implacable. Ahora resulta que a veces los días nos tocan muy juntos y vienen un día atrás del otro. Las charlas se ponen aburridas y monótonas porque no pasó suficiente tiempo como para que nos podamos contar algo nuevo, y a mí me dan ganas de pedirles que se vayan. Para colmo, después me quedan todos los días sin visitas uno al lado del otro, y me aburro y me siento sola. Y no podemos cambiar los días de visita porque ellos ya son mayorcitos y tienen sus compromisos, ¿me entiende?, sus trabajos, sus amistades y... bueno... supongo que alguna noviecita, también. Pero los picarones no se animan a contarme, aunque yo les pregunte y pregunte.

Cuenta el intendente: Era un nuevo lunes de mañana. Un nuevo comienzo de semana en mi tranquila oficina. Tan tranquila que para mí es casi un refugio. A los matinales saludos de 'buen día' y del formal '¿qué tal?' que doy a cada uno de los empleados cuando entro, siguió la avalancha de las clásicas, repetidas, reiteradas y desanimadas respuestas de lunes. Todos los lunes ese fastidio por el fin del fin de semana y el comienzo de una de las tantas rutinas que orquestamos en nuestra vida. ¿Le tocó a usted vivir los saludos como una más de las rutinas semanales? ¿No le pasó saber qué iba a contestar Fulano el lunes, Mengano el martes y Felimonio el viernes? Pero ese día me cansé. Al entrar a mi despacho dije ¡Basta!, no voy a soportar más saludos lastimosos los lunes, ni de absurda algarabía los viernes. Basta de estados de ánimo determinados por el día de la semana. Entonces saqué, del cajón superior del escritorio, el anotador y mi pluma favorita, la que uso para escribir cartas personales, la que uso para firmar los despachos, la que uso para escribir los encargos más importantes de la gestión. Le decía, tomé el anotador y la lapicera, y me puse a escribir. Escribí toda la tarde borradores y borradores hasta llegar a un decreto definitivo para que se publicara al día siguiente. Lo demás, es historia conocida, o que puede conocer revisando los diarios.

Desde esa primera puesta en marcha, el plan sufrió algunas modificaciones. Una de ellas fue sortear el sábado y domingo como bloque, no sin antes haber convocado a una consulta popular. El resultado fue parejo; siempre están los que quieren los dos días de corrido y también los que prefieren cortar dos veces la semana. De todas formas, considerando que hay gente que trabaja también los sábados y que en temas religiosos el sábado y el domingo son distinguibles entre sí, se decidió que se sorteara también el orden entre ellos dos. De esta forma, la mayoría de la gente tendría asegurados los dos días consecutivos y, con cierta probabilidad, podrían pasar a cuatro si quedaban juntos en dos semanas consecutivas.

Me pregunta sobre la relación con los pueblos vecinos. Pues, la verdad, es que la relación es buena, pero mínima. Entre las ventajas que obtuvimos fue que los chicos dejaron de cruzarse entre pueblos para ir a bailar los fines de semana. Disminuyó la cantidad de accidentes en las rutas interplueblerinas y fomentamos un poco más los negocios locales, que estaban en caída desde que abrieron unas discotecas impresionantes y un inmenso centro comercial a diez kilómetros de aquí. Algunos siguen yendo, claro está, pero sólo los que no tienen compromisos laborales ni obligaciones en días de semana. Las desventajas, en principio, las estamos teniendo con la Justicia de los pueblos vecinos, con todo este asunto de los tiempos legales con sus días corridos. Pero muchos matemáticos salieron a defender nuestra propuesta hablando de las probabilidades de que algún asunto importante se viera perjudicado por este desfasaje de días de descanso. Los números eran tan bajos que conseguimos convencer a jueces y abogados para que, cuando alguno de éstos se presentara, nos aceptaran prórrogas mínimas. Todo marcha, como usted ve.

¿Que si se terminaron los saludos rutinarios? Más o menos. Lo habíamos conseguido del todo con el fin de semana desparramado. Pero desde que lo juntamos, otra vez volvieron a aparecer. Incluso se incentivaron más porque cuando dos fines de semana quedan pegados, los bufidos se prolongan porque nadie quiere volver. Así y todo, estoy muy contento con esta disposición, y la gente se siente en un tiempo tan original, que no quieren volverla atrás.

Vea, de todo, lo más destacable es que generamos nuevos empleos. No sólo por los que sortean y los que asisten telefónicamente para informar en qué día estamos, sino que ahora se nos vino un aluvión de sociólogos, psicólogos y asistentes sociales con sus eternas investigaciones, con todo lo que implica para el pueblo ahora darles alojamiento y alimento. Y le estamos dando de comer a muchos, muchos periodistas, no sé si me hago entender.


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sábado, 13 de junio de 2009

Era así

La casita fue la única obra que me hizo sentir orgulloso. Los logos de Dineroweb, de Amazon, el nuevo diseño de Pepsi, sí, estaban bastante bien; yo fui el artífice de alguna manera. Pero no los hice con mis manos. Ni siquiera hubieran figurado entre mis obras sino fuese por mi constante costumbre de rodearme de creativos exitosos. Claro que, exitosos gracias a mí. Yo creé lo que soy así como hice lo que ellos son hoy. Por lo tanto sus obras son mi creación.

Mis diseños, bueno, nuestros diseños, sorprendían por su robustez, por los seguros trazos, las curvas gruesas que parecían inamovibles, las rectas que contenían y encausaban ese caos interno que terminaba estallando en los ojos de los clientes. Mentira, aunque eso lograban. Colores odiados por los ciegos empresarios conservadores. Caras grotescas y letras de epitafio que alejaban a los consumidores burgueses y a sus protectores millonarios. Pero atraían a modernas multitudes y fascinaban a excéntricos directores de marketing. Y la mayoría de la gente enloquecía ante la perfección de mis... nuestros isotipos. Pero nada, aseguro, nada se acercó a la perfección de la casita.

Mis otras creaciones, bueno. Algún cuento que no mostré, alguna película que no filmé. Incompletos poemas, guiones, cuadros, novelas, biografías. Parrillas, barriletes, dibujos, instalaciones eléctricas, automatizaciones varias, conversaciones, pensamientos que jamás terminé. Pero a la casita no le faltaba nada, completa.

Mis hijos no. No son obras mías. Yo no fui quién decidió la manera en que se transportarían los genes a través del tiempo. Yo decidí traerlos pero no salieron de mi mente. Y crear es primeramente pensar. Yo no los creé. Más acertado sería afirmar lo inverso; ellos me crearon a mí. Ellos y mi mujer. Las razones para volver a casa por las noches. Y las razones para salir de ella por las mañanas. Yo actúo pensando en ellos. Y uno es lo que hace. Por lo tanto las acciones de mi mujer y aún las de mis hijos, me hacían feliz. Pero no me hacían sentir orgullo. El orgullo que se siente al ver una obra propia que no lo parece. Que no parece propia. Eso me hizo sentir la casita.

La casita nació durante unas vacaciones de invierno en Cariló. Nació como un pensar, luego como una idea. Robé unas maderas de un hotel cercano y me fui hasta Pinamar a comprar clavos, cuerda. También llevo esas grampas y aquél martillo. No, ese no, el más grande. Sí, una casita en el árbol.

La casa brotó de mis manos como la sangre de mis estigmas. Desde que la pensé hasta que la terminé mi pasado y mi futuro se disolvieron de mi espalda y quedé desnudo de incertidumbres y de dolores, como le sucede a un niño feliz, adormeciéndose en los brazos de sus padres luego de un día de juegos.

Mis hijos me observaban cortar, clavar, atar. Sus caritas serias, sus ojos bien abiertos. Observaban a papá creador. Al verdadero creador. Y ahí empecé a vislumbrar el orgullo. Mi mujer me arrojaba sonrisas y consejos. Mis hijos aplaudían mis más sanguinarios cortes y los truenos de mi martillo. Y fueron ellos una vez más los que me llevaron a hacer algo que jamás hubiese hecho por mí. Aunque ahora sí lo hacía por mí.

Terminé la casa dos días antes de irnos. La inauguramos una mañana. Los chicos treparon hasta lo alto y asomaron sus cabezas por las ventanas. Sonreían y sus ojitos brillaban como nunca los había visto hacer con juguete alguno. Mi esposa me felicitó con un beso que lo decía todo. Y no era para menos. La casita era perfecta. Era más sólida, robusta e imponente que cualquier logo que hube hecho. Logos que lucían altos como edificios en gigantes carteles de metal. Y sin embargo la pequeña casita era más, mucho más.

Tenía dos pisos. La habitación principal en el piso de abajo con su agujero de entrada en el piso y una ventana. La habitación contigua con otra ventana, ésta redonda. Ambas daban a un increíble balcón lateral con su baranda estilo holandés. Una escalera media caracol ascendía desde el balcón hasta el piso de arriba, que tenía dos ventanas, con cortinas. Y más arriba el techo a dos aguas. Toda madera oscura, bien firme. Sólida como el árbol que la sostenía. Casi parecía esculpida en él. Estaba ahí para durar, para durar más que mis pasajeros logotipos.

Los chicos pasaban todo el día ahí metidos y lloraban cuando los sacábamos por las noches. Y lloraron aún más cuando nos fuimos. Pensé que era algo de las vacaciones, que la olvidaríamos apenas volviésemos al mundo de cemento. No fue así. La nena hablaba de la casita casi todos los días y mi hijo balbuceaba esa palabra y apilaba infructuosamente almohadones. Mi hija decía que en la escuela todas sus compañeras hablaban de la casita. Y mi orgullo crecía, crecía.

Empecé a hablar de ella en mi trabajo. Con nuestras parejas de amigos. Con el que atendía el quiosco de la esquina, con el diariero. No sé si me entendían, al igual que yo jamás los entendí a ellos. Pero mi orgullo crecía y la casita del árbol seguía apareciendo por todos los rincones de mi vida.

Unos meses después, cerca de la primavera, una amiga de mi mujer nos llamó y nos dijo que se iba el fin de semana a la costa y que pasaría a ver la ya famosa casita. Ese fin de semana no hablé en absoluto del asunto. Me ponía un poco nervioso tan solo pensar. Mi orgullo que tan bien se conservaba lejos de la vista de todos. ¿Cómo juzgarían mi gran creación?

El lunes por la mañana la amiga de mi mujer me llamó a la oficina. La destrozaron. A la casita del árbol, la vi. La destrozaron.

Adelanté mis vacaciones un par de meses. Es fácil cuando uno es dueño de su empresa. Cargué a los chicos y a mi mujer en el auto. Los chicos gritaban de alegría y mencionaban constantemente a la casita. El gran regreso esperado. Mi mujer estaba en desacuerdo, la impresión que le causaría a los chicos el sueño destrozado. Tu amiga puede estar equivocada. Además con estas cosas, se templan. Durante el viaje mi mujer no me regaló más sonrisas ni consejos.

Entramos en los bosques de Cariló. En minutos estaríamos en casa. Los chicos aullaban de alegría. Podía haberse equivocado. Sería otra casita. Pero no, ella sabía bien cuál era nuestra casa. Siempre describí perfectamente al árbol. El de la entrada, el de las ramas grandes.

El orgullo perduraba. Manejaba tranquilo. La obra hace al orgullo pero no lo sostiene. La visión sería bastante trágica, pero en mis recuerdos la casita seguiría intacta. Y yo seguiría siendo el creador de ese recuerdo. Papá, allá está. Estaba atardeciendo. El árbol con una despareja sombra encima esperaba quieto para anunciar sus noticias. En momentos sus sonrisas desaparecerían.

Frené el auto justo en la entrada. La casita. Las maderas de las paredes, todas torcidas. Se veían unos agujeros irregulares sobre la pared del frente. Se asomaban unos cuantos clavos de las barandas del balconcito. Y un astillado e inmenso agujero ocupaba casi todo el piso.

Cerré los ojos un instante y respiré aliviado.

Los chicos se bajaron corriendo, treparon hasta lo alto y asomaron sus sonrientes caritas por las ventanas. Seguro que van a llorar cuando los intentemos sacar esta noche.


Octubre de 2000


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