lunes, 31 de agosto de 2009

Afuera

Amaneció gris, como siempre amanecía en la aldea. Los ojos de Lothar reflejaban los primeros destellos de ese sol que ya nadie recordaba. Se encontraba arrodillado frente a su choza, puliendo su espada. Miraba hacia el horizonte, hacia el país de las brumas. La aldea despertaba, el olor a carne asada, las primeras voces del alba, los gritos de los niños. Y la rutina seguía, y escapaba a Lothar; le temía. Era el último amanecer que Lothar vería desde su hogar. Tal vez ya no hogar, tal vez ya recuerdo, pasado.
Lothar pensó en su pueblo, en todo lo que dejaba atrás. Sus amigos, Dartian el guerrero, Frag el herrero, Durbis el bardo. Y el pueblo, el reconocimiento que recibía. Su rol de gran guerrero quedaría sepultado junto con sus olvidadas aventuras.
El amanecer traía al último día. El destierro era el único culpable. Nadie recordaba el porqué de las reglas, pero todos las cumplían. Menos Lothar.
Todos parecían ignorarlo. Tan solo sus amigos se habían acercado. Dartian, Frag, Durbis, Exez el historiador, Mosquin el sabio y el inmenso guerrero Panther. Los demás evitaban su mirada. Lothar los perdonaba. Y disfrutaba sus últimos momentos con quienes sabía seguirían sus pasos en el futuro.
La aldea estaba dominada por el pánico, por la rutina, por la vejez, por lo gris de los amaneceres. Sus habitantes se sentían reflejados en el honor de Lothar; y al mismo tiempo rechazados.
-Oh Lothar, dinos si hemos de seguirte hoy –proclamó Frag el desaliñado herrero.
Pero Lothar sabía que aún no había llegado su hora, ni la de los demás. Era él quién debía partir, solo, hacia la bruma del más allá.
Sin decir nada, enfundó su espada y ajustó su capa de piel de lobo. La última sonrisa fue para sus amigos, su verdadera aldea, su gente. Caminó sin volver su mirada, a través de la calle principal hacia el arco que delimitaba su viejo hogar. Ni los perros ladraron cuando Lothar abandonó por última vez su aldea natal, con su espada cruzada por la espalda, sus botas de cuero de chivo, sus pieles, su saco de viajero.
La bruma del afuera lo envolvió. El miedo del porvenir lo envolvió. El viento del futuro enfrió sus últimas esperanzas. Nadie jamás había superado al guardián de las puertas del más allá. Nadie siquiera que lo hubiese visto había logrado vivir lo suficiente para describirlo. Las puertas de las brumas permanecían selladas desde los primeros tiempos de la aldea. Nadie llegaba hasta ellas, todos soñaban en cruzarlas.
Lothar era un gran guerrero, pero conocía sus límites. Su espada brillaba afilada como siempre. Aún más. Su brazo se balanceaba seguro como siempre. Aún más. Sus ojos reflejaban su destino. Y aún más.
Su destino bajo el poder del guardián de las puertas.
Las brumas ocultaron su pueblo. Lothar volvió su mirada tan solo una vez. Y en su recuerdo aún pudo ver. Avanzó un poco más. Un poco más. Las descomunales y plateadas puertas, las infranqueables puertas.
Lothar desenvainó su espada, sus manos frías pero aún firmes. Siguió avanzando. Las puertas parecían alejarse. Siguió.
Siguió.
Su espada tanteó la superficie de las ya no tan grandes puertas. Tenían su altura, un poco más. No parecían fáciles de abrir. Lothar miró a su alrededor. No había señales del guardián. Aunque algunas leyendas pintaban al guardián del otro lado de las puertas.
Lothar gritó y cargó con su espada y sus músculos sobre las plateadas puertas. Resonaron huecas, se abollaron, pero no se abrieron. Lothar retrocedió y escuchó.
-¡Ya va! –gritó una voz desde el otro lado. El guardián.
Las puertas se abrieron. El guardián. Lothar sintió un escalofrío.
-¿Va a subir o no? –preguntó el guardián.
Lothar bajó su espada. Miró al pequeño hombrecito que aparecía sentado en el interior de un pequeño cubículo antes oculto por las puertas.
-S-sí, sí –respondió Lothar. Y subió.
-¿Piso?
-Planta, por favor –respondió.
El cubículo pareció moverse hacia la tierra de los dioses.
-¡Planta! –bramó el guardián.
-Gracias –balbuceó Lothar. Bajó.
Lothar se acercó a un mostrador que lo distanciaba de una mujer con aspecto de guerrera.
-Mi nombre es Leonardo Caputo, es mi último día aquí. Le devuelvo mi pase de seguridad.
La guerrera lo miró con aburrimiento y aceptó su tarjeta. Algo dijo cuando Lothar ya se encaminaba hacia la salida.
La tarde estaba soleada pero fría. Buenos Aires sobrevivía en los últimos días del invierno. Lothar se acercó al cordón de la vereda. Se sintió fuera. Afuera.
-¡Taxi! –llamó.


1ro de septiembre de 2000


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