viernes, 28 de mayo de 2010

ascensor

El día prometía un trajín de película. Después de estudiar el cielo aún oscuro, un modo muy suyo de pronosticar el tiempo, juntó los papeles para las reuniones, agarró el teléfono celular, la agenda donde prolijamente llevaba todos sus compromisos, la fascinante historia de aventuras que estaba leyendo con el Conde de Montecristo como protagonista, tomó un último sorbo de café, dejando un tercio de la taza llena, acarició al gato una vez más y salió del departamento, chequeando, sólo con un golpecito desde afuera del bolsillo, que en el saco estuvieran las llaves. Cerró la puerta y llamó al ascensor, que no demoró en llegar a buscarlo al séptimo piso. Llegaba a la planta baja cuando pensó en las llaves del auto. Estaba seguro de haberlas visto, por última vez, en la repisa del televisor. Resoplando, porque el tiempo no le sobraba, apretó el botón al séptimo cuando el ascensor se detuvo en la planta baja. Mientras recorría el trayecto de regreso, metió la mano en el bolsillo del pantalón: ahí estaban las llaves del auto. Sonrió. Si bien había perdido tiempo con el equívoco, al menos no tenía que entrar a la casa y demorarse más todavía. Esperó a que el ascensor se detuviera en el piso para apretar la planta baja. Mientras bajaba repasó los temas de las reuniones, recordando para cada una de ellas el argumento sobre el que tenía que tratar de llevar las conversaciones. Se dio ánimo. Llegando al primer piso recordó que la dirección de uno de los lugares adonde debía ir estaba anotada en un papelito sobre el aparador. Empezaba a ponerse nervioso. No podía llegar tarde, pero tampoco podía salir sin todo lo necesario. En cuanto el ascensor detuvo la marcha apretó el botón del séptimo piso y se puso a revisar con impaciencia los papeles que había agarrado antes de salir. En uno de los memos estaba la dirección. Detuvo el ascensor, que se encontraba en el quinto piso, y presionó la planta baja. Con velocidad, trató de repasar todo lo que necesitaría en la jornada. Mentalmente fue verificando uno a uno los documentos impresos, las direcciones y los mails de todos los que asistirían a las reuniones. Tenía todo. Cuando reunió las llaves de todos los bolsillos notó que faltaban las de la oficina. Desde la planta baja pudo ver que el día ya empezaba a clarear.


Ludmila había puesto el despertador más temprano de lo habitual porque quería desayunar como, dicen, es recomendable. El día la iba a tener fuera de casa al mediodía, lo que auguraba un almuerzo tirando a paupérrimo. Si a eso le sumaba un desayuno apurado o inexistente, se las iba a ver negras con las energías que iba a requerir su cursada hasta tarde. Se despertó cuando el despertador todavía no había sonado, con la habitación en absoluta penumbra. Ignorando si era aún la madrugada o si era ya el día, trató de volver a dormir porque, de lo contrario, ya se quedaría levantada con todos sus miedos nocturnos. Al girar en las sábanas notó el ascensor. Con sorpresa entendió que, de hecho, fue lo que la despertó. Raro; después de todo hace años que vive aquí y al batifondo del ascensor es a lo primero que se acostumbró. Lo escuchó frenar. Y arrancar nuevamente, sin apertura de puertas mediante. Lo escuchó frenar. Y arrancar otra vez de inmediato. Se puso alerta. Seguramente era la madrugada, pues en la mañana la gente entra y sale de los ascensores como es debido. El ascensor se detuvo una vez más y, sin más sonidos que el de su propio mecanismo, reanudó la marcha. La situación era tan obvia que, con el impulso de la adrenalina, se levantó a hacer café mientras marcaba el teléfono de la policía para informar de un secuestro.

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