sábado, 13 de junio de 2009

Era así

La casita fue la única obra que me hizo sentir orgulloso. Los logos de Dineroweb, de Amazon, el nuevo diseño de Pepsi, sí, estaban bastante bien; yo fui el artífice de alguna manera. Pero no los hice con mis manos. Ni siquiera hubieran figurado entre mis obras sino fuese por mi constante costumbre de rodearme de creativos exitosos. Claro que, exitosos gracias a mí. Yo creé lo que soy así como hice lo que ellos son hoy. Por lo tanto sus obras son mi creación.

Mis diseños, bueno, nuestros diseños, sorprendían por su robustez, por los seguros trazos, las curvas gruesas que parecían inamovibles, las rectas que contenían y encausaban ese caos interno que terminaba estallando en los ojos de los clientes. Mentira, aunque eso lograban. Colores odiados por los ciegos empresarios conservadores. Caras grotescas y letras de epitafio que alejaban a los consumidores burgueses y a sus protectores millonarios. Pero atraían a modernas multitudes y fascinaban a excéntricos directores de marketing. Y la mayoría de la gente enloquecía ante la perfección de mis... nuestros isotipos. Pero nada, aseguro, nada se acercó a la perfección de la casita.

Mis otras creaciones, bueno. Algún cuento que no mostré, alguna película que no filmé. Incompletos poemas, guiones, cuadros, novelas, biografías. Parrillas, barriletes, dibujos, instalaciones eléctricas, automatizaciones varias, conversaciones, pensamientos que jamás terminé. Pero a la casita no le faltaba nada, completa.

Mis hijos no. No son obras mías. Yo no fui quién decidió la manera en que se transportarían los genes a través del tiempo. Yo decidí traerlos pero no salieron de mi mente. Y crear es primeramente pensar. Yo no los creé. Más acertado sería afirmar lo inverso; ellos me crearon a mí. Ellos y mi mujer. Las razones para volver a casa por las noches. Y las razones para salir de ella por las mañanas. Yo actúo pensando en ellos. Y uno es lo que hace. Por lo tanto las acciones de mi mujer y aún las de mis hijos, me hacían feliz. Pero no me hacían sentir orgullo. El orgullo que se siente al ver una obra propia que no lo parece. Que no parece propia. Eso me hizo sentir la casita.

La casita nació durante unas vacaciones de invierno en Cariló. Nació como un pensar, luego como una idea. Robé unas maderas de un hotel cercano y me fui hasta Pinamar a comprar clavos, cuerda. También llevo esas grampas y aquél martillo. No, ese no, el más grande. Sí, una casita en el árbol.

La casa brotó de mis manos como la sangre de mis estigmas. Desde que la pensé hasta que la terminé mi pasado y mi futuro se disolvieron de mi espalda y quedé desnudo de incertidumbres y de dolores, como le sucede a un niño feliz, adormeciéndose en los brazos de sus padres luego de un día de juegos.

Mis hijos me observaban cortar, clavar, atar. Sus caritas serias, sus ojos bien abiertos. Observaban a papá creador. Al verdadero creador. Y ahí empecé a vislumbrar el orgullo. Mi mujer me arrojaba sonrisas y consejos. Mis hijos aplaudían mis más sanguinarios cortes y los truenos de mi martillo. Y fueron ellos una vez más los que me llevaron a hacer algo que jamás hubiese hecho por mí. Aunque ahora sí lo hacía por mí.

Terminé la casa dos días antes de irnos. La inauguramos una mañana. Los chicos treparon hasta lo alto y asomaron sus cabezas por las ventanas. Sonreían y sus ojitos brillaban como nunca los había visto hacer con juguete alguno. Mi esposa me felicitó con un beso que lo decía todo. Y no era para menos. La casita era perfecta. Era más sólida, robusta e imponente que cualquier logo que hube hecho. Logos que lucían altos como edificios en gigantes carteles de metal. Y sin embargo la pequeña casita era más, mucho más.

Tenía dos pisos. La habitación principal en el piso de abajo con su agujero de entrada en el piso y una ventana. La habitación contigua con otra ventana, ésta redonda. Ambas daban a un increíble balcón lateral con su baranda estilo holandés. Una escalera media caracol ascendía desde el balcón hasta el piso de arriba, que tenía dos ventanas, con cortinas. Y más arriba el techo a dos aguas. Toda madera oscura, bien firme. Sólida como el árbol que la sostenía. Casi parecía esculpida en él. Estaba ahí para durar, para durar más que mis pasajeros logotipos.

Los chicos pasaban todo el día ahí metidos y lloraban cuando los sacábamos por las noches. Y lloraron aún más cuando nos fuimos. Pensé que era algo de las vacaciones, que la olvidaríamos apenas volviésemos al mundo de cemento. No fue así. La nena hablaba de la casita casi todos los días y mi hijo balbuceaba esa palabra y apilaba infructuosamente almohadones. Mi hija decía que en la escuela todas sus compañeras hablaban de la casita. Y mi orgullo crecía, crecía.

Empecé a hablar de ella en mi trabajo. Con nuestras parejas de amigos. Con el que atendía el quiosco de la esquina, con el diariero. No sé si me entendían, al igual que yo jamás los entendí a ellos. Pero mi orgullo crecía y la casita del árbol seguía apareciendo por todos los rincones de mi vida.

Unos meses después, cerca de la primavera, una amiga de mi mujer nos llamó y nos dijo que se iba el fin de semana a la costa y que pasaría a ver la ya famosa casita. Ese fin de semana no hablé en absoluto del asunto. Me ponía un poco nervioso tan solo pensar. Mi orgullo que tan bien se conservaba lejos de la vista de todos. ¿Cómo juzgarían mi gran creación?

El lunes por la mañana la amiga de mi mujer me llamó a la oficina. La destrozaron. A la casita del árbol, la vi. La destrozaron.

Adelanté mis vacaciones un par de meses. Es fácil cuando uno es dueño de su empresa. Cargué a los chicos y a mi mujer en el auto. Los chicos gritaban de alegría y mencionaban constantemente a la casita. El gran regreso esperado. Mi mujer estaba en desacuerdo, la impresión que le causaría a los chicos el sueño destrozado. Tu amiga puede estar equivocada. Además con estas cosas, se templan. Durante el viaje mi mujer no me regaló más sonrisas ni consejos.

Entramos en los bosques de Cariló. En minutos estaríamos en casa. Los chicos aullaban de alegría. Podía haberse equivocado. Sería otra casita. Pero no, ella sabía bien cuál era nuestra casa. Siempre describí perfectamente al árbol. El de la entrada, el de las ramas grandes.

El orgullo perduraba. Manejaba tranquilo. La obra hace al orgullo pero no lo sostiene. La visión sería bastante trágica, pero en mis recuerdos la casita seguiría intacta. Y yo seguiría siendo el creador de ese recuerdo. Papá, allá está. Estaba atardeciendo. El árbol con una despareja sombra encima esperaba quieto para anunciar sus noticias. En momentos sus sonrisas desaparecerían.

Frené el auto justo en la entrada. La casita. Las maderas de las paredes, todas torcidas. Se veían unos agujeros irregulares sobre la pared del frente. Se asomaban unos cuantos clavos de las barandas del balconcito. Y un astillado e inmenso agujero ocupaba casi todo el piso.

Cerré los ojos un instante y respiré aliviado.

Los chicos se bajaron corriendo, treparon hasta lo alto y asomaron sus sonrientes caritas por las ventanas. Seguro que van a llorar cuando los intentemos sacar esta noche.


Octubre de 2000


Safe Creative #0906144020716

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