lunes, 28 de septiembre de 2009

ruido en la noche

Se habían conocido una semana antes en una esquina, cada uno esperando a una persona diferente que no llegó. Prefirieron suponer que cada uno era la cita del otro y decidieron entrar juntos a la pizzería. La charla fue espontánea, agradable y duradera. Encontraron que disfrutaban del mismo humor y de una misma estética. Se pasaron los teléfonos y los mails y siguieron en contacto, de alguna forma u otra, durante toda la semana. Cuando se aproximaba el sábado resolvieron encontrarse en un bar y ver juntos un partido de futbol. Una vez más, la conversación fue fluída, divertida, hilarante. La siguieron en casa de uno de ellos, que se encontraba a pocos minutos de marcha. Allí se agarraron una borrachera espantosa. Y eran conscientes de que al otro día no recordarían nada de lo que hicieran. Siguieron tomando toda clase de bebidas que encontraron a su paso y riendo como adolescentes en sus primeras experiencias con el alcohol y la noche. Ya de madrugada, en un arranque netamente infantil, decidieron trepar a la biblioteca desde los laterales en una competencia de agilidad. El mueble se tambaleó con los primeros estantes escalados y se vino abajo con un estruendo fenomenal cuando hicieron cumbre. Ellos no paraban de reír, golpeados y sepultados de libros.

Ludmila se acostó temprano. Al otro día la esperaba un extenso día y la ilusión de una cena espontánea con su compañero de curso después de una prometedora clase de economía aplicada. Tanta expectativa redundó en una demora en conciliar el sueño. Después de una hora de girar sobre la cama y maldecir su ansiedad, consiguió dormirse. Se despertó por el sonido ensordecedor de algo que, sin duda, cayó. No podía precisar si había sucedido en el piso de arriba o en el patio de abajo. Desde la mesa de luz el reloj le contó que eran ya las cinco de la mañana. Se sentó al borde de la cama con la intención de levantar la persiana para ver si podía detectar la proveniencia del ruido. Una ráfaga de comidilla de vecinas se le asomó a la razón, recordándole casos de asaltantes que provocaban ruidos nocturnos para sorprender a curiosos y meterse en sus casas. El resto de la noche lo pasó enumerando brutales noticias policiales y sudando de miedo.

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viernes, 25 de septiembre de 2009

embotellamiento

Marcos estaba realmente apurado. Media horas antes había recibido la llamada de su mujer confirmándole que el trabajo de parto había comenzado. Afortunadamente había salido en auto esa mañana y podía regresar a casa sin depender de los paupérrimos medios de transporte de su ciudad. Pese a esa ventaja, en el trabajo lo retuvieron más de quince minutos entre abrazos, felicitaciones y sinceras lágrimas de felicidad. Llevaba años trabajando en la empresa, en un sector donde quince empleados formaban la planta estable desde hacía lustros. Se tenían real afecto, se consideraban amigos y solían visitarse en familia durante los fines de semana. La búsqueda del segundo hijo, en el matrimonio de Marcos, se había complicado bastante, y la llegada del nuevo niño tenía a todos emocionados. Consiguió desprenderse del último compañero y emprendió el camino de regreso. Una vez al volante, entre el apuro y la excitación por el nuevo nacimiento, aceleraba el auto más de lo debido. Estaba impaciente porque no sabía cuánto podría haber impacientado a su mujer la demora, ni si llegaría a tiempo para auxiliarla llevándola a la clínica, donde tenían reservada una habitación. Comenzó a sonar en el asiento del acompañante una melodía romántica: era su mujer llamando al celular. Con nerviosismo se puso a hurgar en el saco en busca de su teléfono. La suma de tantas distracciones hizo que realizara una pésima maniobra llevando a que el auto que venía detrás quedara ensartado en un colectivo de media distancia. Marcos ni lo notó, ocupado como estaba hablando por teléfono, y siguió su camino.

Ludmila tenía ese día una clase de economía aplicada en la universidad donde estudiaba. Como cada vez que tocaba esa clase, tenía un gran interés por llegar a horario pues le entusiasmaban fervientemente el tema y su compañero de estudios. Hoy se demoró más de lo usual en elegir la ropa porque el cielo dudaba entre descomponerse del todo o recomponerse con sol violento. Cuando estuvo lista salió a la calle y tomó el primer taxi que encontró. Faltando diez minutos para llegar a la facultad encontró el tránsito frenado con una fila de dos cuadras iniciada en una bocacalle atravesada por un micro. De manera tan espontánea como incomprensible se le vinieron a la mente las noticias que leyera de adolescente sobre los carteles de narcotráfico colombianos que generaban congestionamientos de tránsito para secuestrar personas. Comenzó a sudar de miedo.

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